Jerald F. Dirks, Ministro de la Iglesia Metodista Unida, Estados Unidos (parte 3 de 4)

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Descripción: Los primeros años y la educación de un Scholar de Harvard Hollis y autor del libro “The Cross and the Crescent”, desilusionado por el Cristianismo debido a la información recibida en su Escuela de Teología.  Tercera Parte: Juegos psicológicos y un esfuerzo por entregarme.

  • Por Jerald F. Dirks
  • Publicado 31 Mar 2008
  • Última modificación 31 Mar 2008
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Pobre Mejor

No obstante, tuve mis dudas.  Aún más, racionalizaba mis dudas diciéndome a mí mismo que en realidad no conocía los detalles del Islam y que las áreas en las que coincidía con él se limitaban a conceptos generales.  En tal situación, seguí leyendo y releyendo.

Mi sentido de identidad, de quién uno es, es una poderosa afirmación de la posición que tenemos en el cosmos.  En mi práctica profesional, ocasionalmente me llamaban para tratar ciertos desórdenes adictivos, que iban desde fumar, al alcoholismo o al abuso de las drogas.  Como clínico, sabía que la adicción física básica tenía que ser superada para crear la abstinencia inicial.  Esa era la parte fácil del tratamiento.  Como dijo Mark Twain una vez: “Dejar de fumar es fácil; yo lo he hecho cientos de veces”.  Sin embargo, también sabía que la clave para mantener esa abstinencia durante un largo período de tiempo era superar la adicción psicológica del paciente, la cual se basa fuertemente en su sentido básico de identidad, es decir, el paciente se identificaba como “fumador”, o como “bebedor”, etc.  El comportamiento adictivo se había vuelto parte del sentido básico de identidad del paciente, o de su sentido básico del ser.  Cambiar ese sentido de identidad era esencial para mantener la “cura” psicoterapéutica.  Esa era la parte difícil del tratamiento.  Cambiar el sentido básico de identidad de una persona es la tarea más difícil.  La psiquis de la persona tiende a aferrarse a lo viejo y conocido, lo cual parece más cómodo y seguro psicológicamente que lo nuevo y poco conocido.

En un sentido profesional, tenía el conocimiento descrito, y lo utilizaba a diario.  Sin embargo, irónicamente, no estaba listo para aplicarlo conmigo mismo ni tampoco con el tema de mis propias dudas respecto a mi identidad religiosa.  Durante 43 años, mi identidad religiosa había sido cuidadosamente caratulada de “cristiana”, por más numerosos que hayan sido los calificativos que le haya agregado al término a lo largo de los años.  Dejar de lado la etiqueta de mi identidad personal no fue una tarea fácil.  Era parte esencial de cómo definía mi propio ser.  Dado el beneficio de la duda, queda claro que mis dudas servían al fin de asegurarme de mantener mi identidad religiosa familiar de ser cristiano, aunque cristiano que creía como musulmán.

Ya estábamos a fines de diciembre, y mi esposa y yo estábamos llenando los formularios para obtener los pasaportes estadounidenses, para así hacer realidad un viaje al Medio Oriente.  Una de las preguntas tenía que ver con la afiliación religiosa.  Ni siquiera lo pensé y automáticamente caí en lo habitual y familiar, y escribí “cristiano”.  Fue fácil, fue conocido y fue cómodo.

Sin embargo, esa comodidad se vio alterada momentáneamente cuando mi esposa me preguntó qué había puesto en la parte de identidad religiosa del formulario.  Inmediatamente respondí “cristiano”, y me reí fuertemente.  Ahora, una de las contribuciones de Freud a la comprensión de la psiquis humana fue su interpretación de que la risa es a menudo una liberación de tensión psicológica.  Por más equivocado que pueda haber estado Freud en muchos aspectos de su teoría del desarrollo psicosexual, sus comentarios sobre la risa fueron bastante acertados.  ¡Me había reído! ¿De qué se trataba esta tensión psicológica que tenía la necesidad de liberar a través de la risa?

Me apresuré a darle a mi esposa una breve afirmación de que era cristiano, no musulmán.  En respuesta a ello, me informó amablemente que sólo me estaba preguntando si había escrito “cristiano”, “protestante” o “metodista”.  En un sentido profesional, sé que una persona no se defiende de una acusación que no le han hecho.  (Si durante una sesión de psicoterapia, mi paciente vocifera “No estoy enojado con eso”, y yo ni siquiera mencioné el tema del enojo, queda claro que mi paciente sentía la necesidad de defenderse de una acusación que le hacía su propio inconsciente.  Es decir, estaba enojado, pero no estaba listo para admitirlo o enfrentarlo).  Si mi esposa no había hecho la acusación, o sea “eres musulmán”, entonces la acusación provenía de mi propio inconsciente, pues yo era la única persona presente.  Estaba al tanto de ello, pero seguía vacilando.  La carátula religiosa que se había apegado a mi sentido de identidad durante 43 años no iba a despegarse fácilmente.

Había pasado alrededor de un mes desde que mi esposa me hizo esa pregunta.  Ya era finales de enero de 1993.  Había dejado de lado todos los libros sobre el Islam escritos por autores occidentales, pues ya los había leído en detalle.  Las dos traducciones al inglés del Corán volvieron al estante, y ahora estaba leyendo una tercera traducción al inglés del significado del Corán.  Quizás en esta traducción encontrase alguna justificación para…

Me tomé una hora para almorzar y descansar del consultorio en un restaurante árabe local que solía frecuentar.  Entré como de costumbre, me senté en una mesa pequeña y abrí mi tercera traducción al inglés del significado del Corán para retomar la lectura.  Pensé que podría leer un poco más durante mi hora de almuerzo.  Unos momentos después, me di cuenta de que Mahmud estaba detrás de mí esperando para tomarme el pedido.  Miró lo que estaba leyendo pero no dijo nada al respecto.  Tomó el pedido y volví a la soledad de mi lectura.

Unos minutos después, la esposa de Mahmud, Imán, una musulmana estadounidense, que usaba el Hiyab (velo) y un vestido que ya me había acostumbrado a asociar con las mujeres musulmanas, me trajo el pedido.  Hizo un comentario sobre lo que yo leía y amablemente me preguntó si era musulmán.  La palabra que salió de mi boca antes de pensar en cualquier amabilidad o regla de cortesía social fue: “¡No!”.  Esa sola palabra fue pronunciada con fuerza y con más de un dejo de irritabilidad.  Con eso, Imán cortésmente se retiró de mi mesa.

¿Qué me estaba pasando?  Me había comportado agresiva y maleducadamente.  ¿Qué había hecho esta mujer para merecer mi reacción?  Ese no era yo.  Según  mi crianza, seguía usando “señor” y “señora” para dirigirme a meseros y cajeros que me atendieran en tiendas y restaurantes.  Podía hacer de cuenta que ignoraba mi propia risa como una tensión liberada, pero no podía comenzar a ignorar esta suerte de comportamiento reprochable de mi parte.  Dejé de lado la lectura, y comencé a pensar en todo lo sucedido mientras comía.  Cuanto más analizaba, más culpable me sentía por mi comportamiento.  Sabía que cuando Iman me trajera la cuenta al final de la comida, tendría que enmendar las cosas.  Si no era por ninguna otra razón, al menos por una cuestión de educación.  Aún más, me sentía muy perturbado sobre cómo reaccioné frente a una pregunta tan inocua.  ¿Qué me estaba sucediendo que respondí de tan mala manera a una pregunta tan simple y directa?  ¿Por qué esa pregunta tan simple encendió en mí un comportamiento tan atípico?

Más tarde, cuando Imán vino con la cuenta, intenté darle vueltas a la disculpa diciendo: “Temo que fui un poco brusco en responder su pregunta hace un rato.  Si usted me hubiera preguntado si creo que existe un solo Dios, entonces mi respuesta sería sí.  Si me hubiera preguntado si creo que Muhammad fue uno de los profetas de ese único Dios, entonces mi respuesta sería sí”.  Ella fue muy amable y dijo: “Está bien, a algunas personas les lleva más tiempo que a otras”.

Quizás, los lectores de estas palabras serán lo suficientemente amables para notar los juegos psicológicos que estaba jugando conmigo mismo sin reírme fuerte con mi gimnasia mental y mi comportamiento.  Sabía bien que a mi propia manera, utilizando mis propias palabras, acababa de decir la Shahadah, el testimonio islámico de fe, es decir: “Atestiguo que no existe dios excepto Dios, y atestiguo que Muhammad es el mensajero de Dios”.  Sin embargo, a pesar de haberlo dicho y haber reconocido lo que había dicho, seguía aferrándome a mi antigua y conocida carátula mental de identidad religiosa.  Después de todo, no había dicho que era musulmán.  Simplemente era un cristiano, aunque un cristiano atípico que estaba dispuesto a decir que existe un solo Dios, y no una trinidad, y que estaba dispuesto a decir que Muhammad fue uno de los profetas inspirados por ese Dios.  Si un musulmán quisiera aceptarme como musulmán, eso era problema suyo, no mío.  Yo creía que había encontrado mi propia salida a la crisis de identidad religiosa.  Era un cristiano que explicaba minuciosamente que estaba de acuerdo, y tenía la voluntad de atestiguar el testimonio islámico de fe.  Luego de dar mi torturada explicación y haber hecho sufrir al idioma hasta el límite de su vida, los demás podían ponerme la etiqueta que quisieran.  Era su etiqueta, no la mía.

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