Charles Le Gai Eaton, ex diplomático británico (parte 4 de 6)

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Descripción: La búsqueda de la verdad de un filósofo y escritor, enfrentado a una lucha interna constante por armonizar creencia y acción. Parte 4: T. S. Eliot y el primer libro de Gai.

  • Por Gai Eaton
  • Publicado 02 Jul 2012
  • Última modificación 02 Jul 2012
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Charles_Le_Gai_Eaton__Former_British_diplomat_(part_4_of_6)_001.jpgCuando dejé el ejército comencé a escribir por la necesidad de expresar mis pensamientos como una forma de ponerlos en orden. Escribí sobre vendata, taoísmo y budismo zen, pero también sobre algunos escritores occidentales (incluyendo a Leo Myers) que habían sido influenciados por dichas doctrinas. A través de un encuentro casual con el poeta T. S. Eliot, que para la época era jefe de una empresa editorial, estos ensayos fueron publicados bajo el título de “La Veta Más Rica,” una cita tomada de Thoreau: ‘Mi instinto me dice que mi cabeza es un órgano para cavar madriguera, como lo son para algunas criaturas sus hocicos o patas delanteras, y con ella cavaré mi camino a través de estas colinas. Creo que la veta más rica está por aquí…” Pero por el momento tenía una nueva guía a través de las colinas. Había descubierto a René Guenón, un francés que había pasado gran parte de su vida en El Cairo como el Sheij Abdul Wahed.

Guenón socavó y luego, con un rigor intelectual inflexible, demolió todos los supuestos que son dados por sentados por el hombre moderno, por no decir el hombre occidental u occidentalizado. Muchos otros han criticado la dirección que ha tomado la civilización europea desde el llamado “Renacimiento,” pero ninguno se había atrevido a ser tan radical como él para reafirmar con tanta fuerza los principios y valores que la cultura occidental ha confinado al basurero de la historia. Este tema fue la “tradición primordial” o perennis Sofía, expresada —según él— tanto en las mitologías antiguas como en la doctrina metafísica en la raíz de las grandes religiones. El lenguaje de esta Tradición fue el lenguaje del simbolismo, y él no tuvo igual en la interpretación de este simbolismo. Por otra parte, puso de cabeza la idea del progreso humano, remplazándola con la creencia casi universal antes de la era moderna, de que la humanidad declina en la excelencia espiritual con el paso del tiempo y que ahora estamos en el Oscurantismo que precede al Final, una era en la que todas las posibilidades rechazadas por las culturas anteriores han sido arrojadas al mundo, remplazando la calidad por cantidad, y la decadencia se acerca a su límite final. Nadie que lo lea y comprenda podría jamás ser el mismo de nuevo.

Como otros cuyas perspectivas han sido transformadas al leer a Guenón, me convertí en un extraño en el mundo del siglo XX. Él había sido llevado por la lógica de sus convicciones a aceptar el Islam, la revelación final, y por así decirlo, el resumen de todo lo que había venido antes. Yo no estaba preparado para ello, pero pronto aprendí a ocultar mis opiniones o al menos velarlas. Nadie puede vivir feliz en constante desacuerdo con sus hermanos y hermanas, ni puede dedicarse a discutir con ellos porque no comparten sus supuestos básicos. El argumento y la discusión presuponen alguna base común compartida por los involucrados. Cuando no hay un terreno en común, la confusión y los malentendidos son inevitables, y si no la ira. Las creencias que son la base misma de la cultura contemporánea son defendidas de forma no menos apasionada que la fe religiosa ciega, como se puso de manifiesto durante el conflicto en torno a la novela de Salman Rushdie: ‘Los Versos Satánicos.’

De vez en cuando olvidé mi decisión de no involucrarme en discusiones estériles. Hace algunos años fui invitado a una cena diplomática en Trinidad. La joven a mi lado estaba hablando con un ministro cristiano, un inglés, sentado en frente. Yo sólo atendía a medias la conversación cuando la escuché a ella decir que no estaba segura de creer en el progreso humano. El ministro le le respondió de forma tan grosera y con tal desprecio que no pude resistir la tentación de decir: “Ella tiene razón, ¡no existe tal cosa como el progreso!” Él se volteó hacia mí con el rostro desencajado de ira, y dijo: “¡Si creyera eso cometería suicidio esta misma noche!” Ya que el suicidio es un gran pecado tanto para los cristianos como para los musulmanes, entendí por primera vez la medida en que la fe en el progreso, en un “futuro mejor” y, por ende, en la posibilidad de un paraíso en la tierra, ha remplazado la fe en Dios y en el más allá. En los escritos del sacerdote renegado Teilhard de Chardin, el cristianismo mismo es reducido a una religión del progreso. Priven al occidental moderno de esta fe y él se perderá en un desierto sin señales.

Para la época, ‘La Veta más Rica’ fue publicada, dejé Inglaterra y fui a Jamaica donde tenía un amigo de escuela que, yo sabía, me encontraría algún trabajo. Yo había sido descrito en la portada del libro como un “pensador maduro.” El adjetivo “maduro” era singularmente inadecuado: como hombre, como personalidad, yo apenas había salido de la adolescencia, y Jamaica era un ideal lugar para trabajar las fantasías adolescentes. Sólo aquellos con alguna experiencia en la vida de las indias occidentales en los años de la posguerra, podía entender los placeres y las tentaciones que se ofrecían para quienes buscaban “experimentar” y tener aventuras sexuales. Como Myers, no tenía ninguna impresión moral que me hubiera restringido. Me avergoncé cuando comencé a recibir cartas de gente que había leído mi libro y se imaginaba que yo era un anciano —con “una larga barba blanca,” como me escribió uno de ellos— lleno de sabiduría y compasión. Deseé desilusionarlos lo más rápido posible para deshacerme de la responsabilidad que estaban poniéndome. Un día un sacerdote católico llegó a la isla para quedarse con unos amigos. Él acababa de leer, según les dijo, un “libro fascinante” del alguien llamado Gai Eaton. Quedó sorprendido cuando supo que el autor se encontraba en ese momento en Jamaica y preguntó si podía conocerme. Sus amigos lo llevaron a una fiesta en la que yo iba a estar. Me lo presentaron, y al verme ante él como un joven necio, me dirigió una mirada dura y larga. Luego meneó la cabeza con asombro y dijo en voz baja: “¡Usted no pudo haber escrito ese libro!”

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