Charles Le Gai Eaton, ex diplomático británico (parte 2 de 6)
Descripción: La búsqueda de la verdad de un filósofo y escritor, enfrentado a una lucha interna constante por armonizar creencia y acción. Parte 2: Un dilema personal con las religiones institucionalizadas.
- Por Gai Eaton
- Publicado 25 Jun 2012
- Última modificación 25 Jun 2012
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¿Dónde debía buscar el conocimiento? Para la época tenía 15 años de edad, y había descubierto que había algo llamado “filosofía.” Yo buscaba sabiduría, de modo que la satisfacción de mi necesidad debía reposar oculta en estos libros pesados escritos por estos hombres sabios. Con un sentimiento de excitación intensa, como un explorador avistando la tierra por descubrir, me abrí paso entre Descartes, Kant, Hume, Spinoza, Schopenhauer y Bertrand Russell, o bien leí obras que explicaban sus enseñanzas. No pasó mucho antes que me diera cuenta que algo estaba mal. Era como haber buscado alimento y haber terminado comiendo arena. Estos hombres no sabían nada. Sólo estaban especulando, haciendo revolotear ideas fuera de sus pobres cabezas, y cualquiera puede especular (incluso un niño de escuela). ¿Cómo podía un muchacho de 15 o 16 años de edad tener la desfachatez de desechar toda la filosofía secular occidental como algo sin valor? Uno no tiene que haber madurado para distinguir entre lo que el Corán llama dhann (‘opinión’) y el conocimiento verdadero. Al mismo tiempo, la insistencia constante de mi madre de que no tuviera en cuenta lo que otros pensaban o decían, me obligó a tener mi propio criterio. La cultura occidental trata a estos “filósofos” como grandes hombres, y los estudiantes en las universidades estudian sus obras con respecto. Pero, ¿qué era eso para mí?
Algún tiempo después, cuando estaba en sexto grado, un maestro que se interesó de forma particular en mí, hizo un comentario extraño que no entendí: “Tú eres,” dijo, “el único verdadero escéptico universal que he conocido.” Él no se refería específicamente a la religión. Lo que quería decir es que yo parecía dudar de todo lo que los demás daban por sentado. Yo quería saber por qué debería asumirse que nuestros poderes racionales, tan bien adaptados para encontrar comida, refugio y pareja, tenían una aplicación más allá del reino mundano. Estaba perplejo por la noción de que el mandamiento “no matarás” supuestamente era obligatorio para aquellos que no eran cristianos ni judíos, y no estaba menos que desconcertado respecto a por qué en un mundo lleno de mujeres hermosas, debía pensarse que la norma de la monogamia tenía aplicación universal. Incluso dudaba de mi propia existencia. Mucho tiempo después me encontré con la historia del sabio chino Chuang Tzu, que escribía en el 300 a.C: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar, ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.” Yo entendía este dilema.
Sin embargo, cuando mi profesor hizo este comentario, yo había descubierto ya la clave hacia lo que podía ser un conocimiento más real. Por casualidad —aunque no existe tal cosa como la ‘casualidad’— me había tomado con un libro llamado “El Océano Primordial” de cierto profesor Perri, un egiptólogo. El profesor tenía la idea fija de que los egipcios antiguos habían viajado por parte del mundo en sus botes de papiro difundiendo su religión y mitología a lo largo y ancho. Para probarlo, había dedicado muchos años investigando mitologías antiguas, y también los mitos y símbolos de los pueblos “primitivos” en nuestra propia época. Lo que él descubrió fue una unanimidad asombrosa de creencia, por muy diferentes que fueran las imágenes en las cuales tal creencia era expresada. Él no probó su teoría acerca de los botes de papiro, pero pienso que probó algo muy diferente. Parecía que, detrás del tapiz de formas e imágenes, había ciertas verdades universales respecto a la naturaleza de la realidad, la creación del mundo y de la humanidad, y del significado de la experiencia humana; verdades que eran una parte nuestra tan importante como nuestra sangre y nuestros huesos.
Una de las causas principales de la incredulidad en el mundo moderno es la pluralidad de religiones que parecen contradictorias entre sí. En tanto que los europeos estaban convencidos de su superioridad racial, no tenían razón para dudar que el cristianismo fuera la única fe verdadera. La noción de que ellos eran la corona del “proceso evolutivo” les facilitaba asumir que todas las demás religiones no eran más que intentos ingenuos de responder a preguntas perennes. Fue cuando esta confianza racial declinó que las dudas emergieron. ¿Cómo fue posible para un Dios bueno permitir que la mayoría de los seres humanos vivieran y murieran al servicio de religiones falsas? ¿Cómo es posible que los cristianos crean que sólo ellos se salvarán? Otros declaran lo mismo —los musulmanes, por ejemplo—, de modo que ¿cómo puede uno estar seguro de qué es lo correcto y qué no? Para mucha gente, incluyéndome hasta que encontré el libro de Perry, la conclusión obvia era que, ya que nadie puede estar en lo correcto, todos debemos estar equivocados. La religión era una ilusión, el producto de un pensamiento ficticio. Otros podrían haber encontrado posible sustituir la “verdad científica” con “mitos” religiosos. Yo no, ya que la ciencia estaba basada sobre supuestos acerca de la infalibilidad de la razón y la realidad de la experiencia sensible, cosas que nunca han podido ser probadas.
Cuando leí el libro de Perry no sabía nada sobre el Corán. Eso vino mucho después, y lo poco que había escuchado sobre el Islam estaba distorsionado por prejuicios acumulados durante mil años de confrontación. Aun así, yo había dado sin saberlo, un paso en la dirección del gran rival del cristianismo. El Corán nos asegura que no hay gente sobre la tierra que se haya quedado sin guía divina y una doctrina verdadera, transmitida a través de un mensajero de Dios, quien siempre habla a la gente en su propio “idioma,” y por lo tanto en términos de sus circunstancias particulares y de acuerdo a sus necesidades. El hecho de que tales mensajes han sido distorsionados con el paso del tiempo es algo evidente, y nadie debería sorprenderse si la verdad se distorsiona al pasar de generación en generación, pero sería sorprendente si no hubieran vestigios de ella que se mantuvieran después del paso de los siglos. Ahora me parece que está totalmente de acuerdo con el Islam la creencia de que dichos vestigios, vestidos de mitos y símbolos (el “lenguaje” de los pueblos antiguos), son descendientes directos de la Verdad revelada y confirman el Mensaje final.
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