Margaret Marcus, exjudía, Estados Unidos (parte 3 de 5)

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Descripción: Margaret analiza cómo el Corán afectó su vida.

  • Por Margaret Marcus
  • Publicado 22 Oct 2012
  • Última modificación 22 Oct 2012
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Pobre Mejor

P: ¿De qué manera el Sagrado Corán tuvo un impacto en tu vida?

R: Una noche en que me sentía particularmente agotada e insomne, mi madre entró a mi habitación y me dijo que estaba a punto de ir a la Biblioteca Pública de Larchmont, y me preguntó si deseaba algún libro. Le pedí que buscara en la biblioteca una copia de una traducción al inglés del Sagrado Corán. Imagínense, años de interés apasionado por los árabes, leyendo cada libro de la biblioteca que caía en mis manos, ¡pero hasta ese momento, nunca había pensado ver lo que había en el Sagrado Corán! Mi madre regresó con una copia para mí. Yo estaba tan ansiosa, que literalmente se lo arranqué de las manos y lo leí durante toda la noche. Allí encontré también las familiares historias bíblicas de mi infancia.

En mis ocho años de escuela primaria, cuatro años de secundaria y uno de universidad, aprendí sobre gramática y composición inglesa, francés, español, latín y griego de uso actual; aritmética, geometría, álgebra, historia europea y americana; ciencias básicas, biología, música y arte; ¡pero nunca había aprendido nada sobre Dios! ¿Pueden imaginar cuán ignorante era yo sobre Dios, que le escribí a mi amigo por correspondencia, un abogado pakistaní, y le confesé que la razón por la que era atea, era que no podía creer que Dios fuera un anciano con una larga barba blanca sentado en Su trono en el cielo? Cuando me preguntó dónde había aprendido semejante cosa, le dije que en las reproducciones de la Capilla Sixtina que había visto en la revista Life sobre la “Creación” y el “Pecado Original” de Miguel Ángel. Le describí todas las representaciones de Dios como un anciano de larga barba blanca y las numerosas crucifixiones de Jesús que había visto con Paula en el Museo Metropolitano de Arte. Pero en el Sagrado Corán, leí:

“¡Allah! No existe nada ni nadie con derecho a ser adorado excepto Él, Viviente, se basta a Sí mismo y se ocupa de toda la creación. No Le toma somnolencia ni sueño. Suyo es cuanto hay en los cielos y la Tierra. ¿Quién podrá interceder ante Él sino con Su anuencia? Conoce el pasado y el futuro; y nadie abarca de Su conocimiento salvo lo que Él quiere. Su Trono se extiende en los cielos y en la Tierra, y la custodia de ambos no Lo agobia. Y Él es Sublime, Grandioso”. (Corán 2:255)

“Las obras de los incrédulos son como un espejismo en el desierto; el sediento cree que es agua pero cuando llega a él no encuentra nada. Así es como se encontrarán con Allah [el Día del Juicio], Quien les dará el castigo que merezcan; y Allah es rápido en ajustar cuentas. O como tinieblas en un mar profundo cubierto de olas, unas sobre otras, que a su vez están cubiertas por nubes; son tinieblas que se superponen unas sobre otras. Si alguien sacase su mano, apenas podría distinguirla. De este modo, a quien Allah no ilumine, jamás encontrará la luz [de la guía]”. (Corán 24:39-40)

Mi primer pensamiento cuando leí el Sagrado Corán fue absolutamente sincero, honesto, despojado de compromisos económicos o de hipocresía. Pensé: esta es la única religión verdadera.

En 1959, pasé mucho de mi tiempo libre leyendo libros sobre el Islam en la biblioteca pública de Nueva York. Fue allí donde descubrí cuatro gruesos volúmenes de una traducción al inglés de Mishkat ul Masabih. Fue cuando me enteré de que una comprensión apropiada y detallada del Sagrado Corán no es posible sin algún conocimiento de los hadices relevantes. Pues, ¿cómo podemos interpretar correctamente el texto sagrado, sino en la forma en que lo hizo el Profeta a quien le fue revelado?

Una vez estudié el Mishkat, comencé a aceptar el Sagrado Corán como revelación divina. Lo que me convenció de que el Corán debía provenir de Dios y que no era una obra de Muhammad, que la misericordia y las bendiciones de Dios sean con él, fueron las respuestas satisfactorias y convincentes a todas las preguntas importantes de la vida, a las que en ningún otro lugar les hallé respuesta.

Cuando era niña le tenía pánico absoluto a la muerte, sobre todo a pensar en mi propia muerte, y después de tener pesadillas al respecto, a veces despertaba a mis padres llorando en medio de la noche. Cuando les pregunté por qué yo debía morir y qué me pasaría después de la muerte, todo lo que pudieron decirme es que tenía que aceptar lo inevitable, pero que eso estaba lejos de ocurrir, y que gracias a los avances continuos de la ciencia médica, quizás yo llegaría a los cien años de edad. Mis padres, mi familia y todos mis amigos rechazaban como supersticiones todo pensamiento sobre el Más Allá, el Día del Juicio, la recompensa del Paraíso o el castigo del Infierno, como conceptos obsoletos de eras ya pasadas. En vano, busqué por todos los capítulos del Antiguo Testamento algún concepto claro e inequívoco del Más Allá. Los profetas, patriarcas y sabios de la Biblia recibían, todos ellos, sus recompensas o castigos en este mundo. La historia típica es la de Job (Ayub). Dios destruyó a todos sus seres queridos, sus posesiones, y lo afligió con una enfermedad repugnante para así probar su fe. Job se lamentaba lastimeramente con Dios por lo que Él le hacía sufrir siendo un hombre justo. Al final de la historia, Dios le restaura todas sus posesiones materiales que había perdido, pero ni siquiera se menciona cualquier posible consecuencia en el Más Allá.

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