Charles Le Gai Eaton, ex diplomático británico (parte 1 de 6)

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Descripción: La búsqueda de la verdad de un filósofo y escritor, enfrentado a una lucha interna constante por armonizar creencia y acción. Parte 1: Una infancia laica y una mención de Arabia.

  • Por Gai Eaton
  • Publicado 18 Jun 2012
  • Última modificación 17 Jun 2012
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Charles_Le_Gai_Eaton__Former_British_diplomat_(part_1_of_6)_001.jpgNací en Suiza, de padres británicos, un hijo de la guerra. Mientras nacía, el tratado final de paz para poner fin a la Primera Guerra Mundial, el tratado con Turquía, estaba siendo firmado cerca de Lausana. La mayor tempestad que había cambiado la faz del mundo se había agotado temporalmente, pero sus efectos se manifestaban por todas partes. Las viejas certezas y la moralidad basada en ellas habían recibido un golpe mortal. Pero mi entorno familiar estaba manchado con la sangre del conflicto. Mi padre ya tenía 67 años cuando nací, y había nacido durante la guerra contra Napoleón Bonaparte. Ambos habían sido soldados…

Aun así, al menos había tenido una patria. Yo no tenía ninguna. Aunque nací en Suiza, no era suizo. Mi madre se había criado en Francia y amaba a los franceses por encima de todo, pero yo no era francés. ¿Acaso era inglés? Nunca me sentí como tal. Mi madre nunca se cansó de recordarme que los ingleses eran fríos, estúpidos y asexuados sin intelecto ni cultura. No quería ser como ellos. Entonces, ¿a dónde pertenecía, si acaso pertenecía a algún lugar? En retrospectiva, me parece que esta infancia extraña fue una buena preparación para que aceptara el Islam. Sin importar dónde nacieron o cuál es su raza, el hogar de los musulmanes es Dar-ul-Islam, la Casa del Islam. Su pasaporte, aquí y en el Más Allá, es la simple confesión de fe, La ilaha il-Al-lah. Él musulmán no espera —o no debe esperar— seguridad o estabilidad en este mundo y debe tener siempre en mente el hecho de que la muerte se lo llevará mañana. Él no tiene raíces firmes aquí en este mundo frágil. Sus raíces están arriba, en lo único que perdura.

Pero, ¿qué pasa con el cristianismo? Si mi padre tuvo alguna convicción religiosa, nunca me la expresó, aunque en su lecho de muerte —a la edad de 90 años— preguntó: “¿Hay un lugar feliz?” Mi educación quedó por completo a cargo de mi madre. Por su temperamento, creo que ella no era una mujer sin religión, pero creció dentro de un margo religioso y era hostil a lo que comúnmente llamamos religión organizada. Ella estaba segura de una cosa: su hijo debía tener la libertad de pensar por sí mismo y nunca debía verse obligado a aceptar opiniones de segunda mano. Estaba decidida a protegerme de tener religión “hacinada en mi garganta.” Ella le advirtió a una sucesión de niñeras que iban y venían en casa y nos acompañaban a Francia durante vacaciones, que si alguna vez me mencionaban la religión, serían despedidas. Cuando tuve cinco o seis años, sin embargo, sus órdenes fueron burladas por una joven cuya ambición era convertirse en misionera en Arabia, para salvar las almas de aquel pueblo ignorante que estaba —según me dijo ella— perdido en un credo pagado llamado “muslemismo.” Fue la primera vez que escuché sobre Arabia, y ella me dibujó un mapa de esa tierra misteriosa.

Un día, ella me llevó a pasear pasando por la prisión de Wandsworth (vivíamos en Wandsworth Common en esa época).  Debo de  haberme portado mal de alguna forma, pues ella me agarró bruscamente por el brazo, señalando las puertas de la prisión, y dijo: “Hay un hombre pelirrojo en el cielo que te meterá allí si eres malo.” Esa fue la primera vez que escuché sobre “Dios” y no me gustó lo que escuché. Por alguna razón, yo le tenía miedo a los pelirrojos (cosa que ella debía saber), y este en particular que vivía sobre las nubes y se dedicaba a castigar a los chicos traviesos sonaba muy aterrador. Le pregunté a mi madre sobre él tan pronto como llegué a casa. No recuerdo lo que me dijo para consolarme, pero la muchacha fue despedida de inmediato.

Eventualmente, mucho más tarde que la mayoría de los niños, fue enviado a la escuela o más bien a una serie de escuelas en Inglaterra y en Suiza antes que llegáramos, a mis 14 años, a Charterhouse.  De seguro, con los servicios religiosos en la capilla de la escuela y las clases sobre las “Escrituras,” el cristianismo debería haber hecho algún impacto en mí. Pero no me impactó en lo absoluto, ni tampoco a mis amigos del colegio. Esto no me parece sorprendente. La religión no puede sobrevivir, entera y eficaz, cuando está confinada a un solo compartimiento de la vida y la educación. La religión es todo o es nada; o bien eclipsa todos los estudios profanos o es eclipsada por ellos. Una o dos veces a la semana se nos enseñaba acerca de la Biblia tal y como se nos instruía en otros temas en las demás clases. Se asumía la religión de forma que no tenía nada que ver con los estudios más importantes que conformaban la columna vertebral de nuestra educación. Dios no interfería en los eventos históricos, Él no determinaba los fenómenos que estudiábamos en la clase de ciencias, no jugaba parte en los acontecimientos actuales, y el mundo estaba gobernado completamente por el azar, de modo que las fuerzas materiales han de entenderse sin referencia a nada que pueda —o no— existir más allá de sus horizontes. Dios era el excedente de los requerimientos…

Y sin embargo yo necesitaba saber en significado de mi propia existencia. Sólo aquellos que en algún momento de sus vidas, han sido poseídos por esa necesidad, pueden entender su intensidad, comparable con el hambre física o el deseo sexual. No veía cómo podía poner un pie frente al otro a menos que entendiera a dónde me dirigía y por qué. No podía hacer nada a menos que entendiera qué papel jugaban mis actos en el esquema de las cosas. Todo lo que sabía era que no sabía nada —es decir, nada que tuviera la menor importancia— y estaba paralizado por mi ignorancia, como inmovilizado en una niebla densa.

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Charles Le Gai Eaton, ex diplomático británico (parte 2 de 6)

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Descripción: La búsqueda de la verdad de un filósofo y escritor, enfrentado a una lucha interna constante por armonizar creencia y acción. Parte 2: Un dilema personal con las religiones institucionalizadas.

  • Por Gai Eaton
  • Publicado 25 Jun 2012
  • Última modificación 25 Jun 2012
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Charles_Le_Gai_Eaton__Former_British_diplomat_(part_2_of_6)_001.jpg¿Dónde debía buscar el conocimiento? Para la época tenía 15 años de edad, y había descubierto que había algo llamado “filosofía.” Yo buscaba sabiduría, de modo que la satisfacción de mi necesidad debía reposar oculta en estos libros pesados escritos por estos hombres sabios. Con un sentimiento de excitación intensa, como un explorador avistando la tierra por descubrir, me abrí paso entre Descartes, Kant, Hume, Spinoza, Schopenhauer y Bertrand Russell, o bien leí obras que explicaban sus enseñanzas. No pasó mucho antes que me diera cuenta que algo estaba mal. Era como haber buscado alimento y haber terminado comiendo arena. Estos hombres no sabían nada. Sólo estaban especulando, haciendo revolotear ideas fuera de sus pobres cabezas, y cualquiera puede especular (incluso un niño de escuela). ¿Cómo podía un muchacho de 15 o 16 años de edad tener la desfachatez de desechar toda la filosofía secular occidental como algo sin valor? Uno no tiene que haber madurado para distinguir entre lo que el Corán llama dhann (‘opinión’) y el conocimiento verdadero.  Al mismo tiempo, la insistencia constante de mi madre de que no tuviera en cuenta lo que otros pensaban o decían, me obligó a tener mi propio criterio. La cultura occidental trata a estos “filósofos” como grandes hombres, y los estudiantes en las universidades estudian sus obras con respecto. Pero, ¿qué era eso para mí?

Algún tiempo después, cuando estaba en sexto grado, un maestro que se interesó de forma particular en mí, hizo un comentario extraño que no entendí: “Tú eres,” dijo, “el único verdadero escéptico universal que he conocido.” Él no se refería específicamente a la religión. Lo que quería decir es que yo parecía dudar de todo lo que los demás daban por sentado. Yo quería saber por qué debería asumirse que nuestros poderes racionales, tan bien adaptados para encontrar comida, refugio y pareja, tenían una aplicación más allá del reino mundano. Estaba perplejo por la noción de que el mandamiento “no matarás” supuestamente era obligatorio para aquellos que no eran cristianos ni judíos, y no estaba menos que desconcertado respecto a por qué en un mundo lleno de mujeres hermosas, debía pensarse que la norma de la monogamia tenía aplicación universal. Incluso dudaba de mi propia existencia. Mucho tiempo después me encontré con la historia del sabio chino Chuang Tzu, que escribía en el 300 a.C: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar, ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.” Yo entendía este dilema.

Sin embargo, cuando mi profesor hizo este comentario, yo había descubierto ya la clave hacia lo que podía ser un conocimiento más real. Por casualidad —aunque no existe tal cosa como la ‘casualidad’— me había tomado con un libro llamado “El Océano Primordial” de cierto profesor Perri, un egiptólogo. El profesor tenía la idea fija de que los egipcios antiguos habían viajado por parte del mundo en sus botes de papiro difundiendo su religión y mitología a lo largo y ancho. Para probarlo, había dedicado muchos años investigando mitologías antiguas, y también los mitos y símbolos de los pueblos “primitivos” en nuestra propia época. Lo que él descubrió fue una unanimidad asombrosa de creencia, por muy diferentes que fueran las imágenes en las cuales tal creencia era expresada. Él no probó su teoría acerca de los botes de papiro, pero pienso que probó algo muy diferente. Parecía que, detrás del tapiz de formas e imágenes, había ciertas verdades universales respecto a la naturaleza de la realidad, la creación del mundo y de la humanidad, y del significado de la experiencia humana; verdades que eran una parte nuestra tan importante como nuestra sangre y nuestros huesos.

Una de las causas principales de la incredulidad en el mundo moderno es la pluralidad de religiones que parecen contradictorias entre sí. En tanto que los europeos estaban convencidos de su superioridad racial, no tenían razón para dudar que el cristianismo fuera la única fe verdadera. La noción de que ellos eran la corona del “proceso evolutivo” les facilitaba asumir que todas las demás religiones no eran más que intentos ingenuos de responder a preguntas perennes. Fue cuando esta confianza racial declinó que las dudas emergieron. ¿Cómo fue posible para un Dios bueno permitir que la mayoría de los seres humanos vivieran y murieran al servicio de religiones falsas? ¿Cómo es posible que los cristianos crean que sólo ellos se salvarán? Otros declaran lo mismo —los musulmanes, por ejemplo—, de modo que ¿cómo puede uno estar seguro de qué es lo correcto y qué no? Para mucha gente, incluyéndome hasta que encontré el libro de Perry, la conclusión obvia era que, ya que nadie puede estar en lo correcto, todos debemos estar equivocados. La religión era una ilusión, el producto de un pensamiento ficticio. Otros podrían haber encontrado posible sustituir la “verdad científica” con “mitos” religiosos. Yo no, ya que la ciencia estaba basada sobre supuestos acerca de la infalibilidad de la razón y la realidad de la experiencia sensible, cosas que nunca han podido ser probadas.

Cuando leí el libro de Perry no sabía nada sobre el Corán. Eso vino mucho después, y lo poco que había escuchado sobre el Islam estaba distorsionado por prejuicios acumulados durante mil años de confrontación. Aun así, yo había dado sin saberlo, un paso en la dirección del gran rival del cristianismo. El Corán nos asegura que no hay gente sobre la tierra que se haya quedado sin guía divina y una doctrina verdadera, transmitida a través de un mensajero de Dios, quien siempre habla a la gente en su propio “idioma,” y por lo tanto en términos de sus circunstancias particulares y de acuerdo a sus necesidades. El hecho de que tales mensajes han sido distorsionados con el paso del tiempo es algo evidente, y nadie debería sorprenderse si la verdad se distorsiona al pasar de generación en generación, pero sería sorprendente si no hubieran vestigios de ella que se mantuvieran después del paso de los siglos. Ahora me parece que está totalmente de acuerdo con el Islam la creencia de que dichos vestigios, vestidos de mitos y símbolos (el “lenguaje” de los pueblos antiguos), son descendientes directos de la Verdad revelada y confirman el Mensaje final.

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Charles Le Gai Eaton, ex diplomático británico (parte 3 de 6)

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Descripción: La búsqueda de la verdad de un filósofo y escritor, enfrentado a una lucha interna constante por armonizar creencia y acción. Parte 3: La sabiduría en la mente sin la penetración de la sustancia humana, y el descubrimiento de Dios.

  • Por Gai Eaton
  • Publicado 25 Jun 2012
  • Última modificación 25 Jun 2012
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De Charterhouse me fui a Cambridge, donde dejé mis estudios oficiales, que me parecían triviales y aburridos, a favor del único estudio que importaba. El año era 1939.  La guerra había estallado justo antes que fuera a la universidad, y en el lapso de dos años, estaría en el ejército. Parecía que, después de todo, los alemanes tendrían éxito en matarme, como siempre pensé que harían. Tenía poco tiempo para responder las preguntas que aún me obsesionaban, pero esto no me llevó a ninguna religión organizada. Como todos mis amigos, desdeñaba las iglesias y a todos los que le rezaban a un Dios que no conocían, pero pronto me vi obligado a moderar esta hostilidad. Recuerdo claramente la escena después de más de medio siglo. Me quedé con unos amigos tomando café después de la cena en el Salón del Colegio Real. La conversación giró en torno a la religión. A la cabeza de la mesa había un estudiante que era admirado por todos por su brillantez, su ingenio y su sofisticación. Esperando impresionarlo y aprovechando un breve silencio, dije: “¡Ninguna persona inteligente hoy día cree en el Dios de la religión!” Él me miró con tristeza antes de contestar: “Por el contrario, actualmente las personas inteligentes son las únicas que creen en Dios,” de buena gana me habría perdido de vista debajo de la mesa.

Tuve, sin embargo, un amigo sabio, un hombre cuarenta años mayor que yo, a quien encontré totalmente convincente. Era el escritor L. H. Myers, descrito en aquel entonces como “el único novelista filosófico que Inglaterra ha producido.” Su obra principal, “La Raíz y la Flor,” no sólo responde muchas de estas preguntas que me atormentaban, sino que transmite una maravillosa sensación de serenidad unida con compasión. Me parecía que la serenidad era el mayor tesoro que uno podía poseer en esta vida y que la compasión era la mayor de las virtudes. Aquí, sin duda, había un hombre al que ninguna tempestad sacudía y que observaba el alboroto de la existencia humana con ojos de sabiduría. Le escribí y me respondió con prontitud. Durante los siguientes tres años, intercambiamos correspondencia al menos dos veces al mes. Le abrí mi corazón, mientras que él, convencido de haber encontrado en este joven admirador suyo a alguien que al fin lo entendía en verdad, respondió de la misma forma. Finalmente nos encontramos y esto consolidó nuestra amistad.

Sin embargo, no todo era como parecía. Comencé a detectar en sus cartas una nota de tormento interior, tristeza y desilusión. Cuando le pregunté si él ponía toda su serenidad en sus libros sin dejar nada para él, respondió: “Creo que tu comentario es astuto y probablemente cierto.” Había dedicado su vida entera a la búsqueda del placer y de las “experiencias” (tanto sublimes como sórdidas, según dijo). Pocas mujeres, de la alta y la baja sociedad, habían sido capases de resistirse a su sorprendente combinación de riqueza, encanto y buen aspecto. Él, por su parte, no tenía razón para resistirse a sus seducciones. Fascinado por la espiritualidad y el misticismo, no había adherido a religión alguna y no obedecía ninguna ley moral convencional. Ahora sentía que estaba envejeciendo y no podía enfrentarse a esa perspectiva. Había tratado de cambiar e incluso de arrepentirse de su pasado, pero era demasiado tarde. Poco más de tres años después de que comenzara nuestra correspondencia, se suicidó.

Mi afecto por él permaneció y, en su momento, le puse a mi hijo mayor su nombre, pero la muerte de Leo Myers me enseñó más de lo que podía aprender de sus libros, si bien me tomó algunos años entender todo su significado. Su sabiduría había estado sólo en su cabeza. Nunca había penetrado su sustancia humana. Un hombre puede dedicar toda su vida a leer libros espirituales y estudiar los escritos de los grandes místicos, pero a menos que incorpore este conocimiento a su propia naturaleza para que la transforme, será estéril. Empecé a sospechar que un simple hombre de fe, orando a Dios con poco entendimiento pero con un corazón pleno, puede que valga más que el estudiante más erudito de las ciencias espirituales.

Myers había sido influenciado profundamente por el estudio del vedanta hindú, la doctrina metafísica central del hinduismo. El interés de mi madre por el raja-yoga ya me había señalado esa dirección. El vedanta se convirtió en mi principal interés y finalmente, en el camino que me llevó al Islam. Esto puede parecer chocante a muchos musulmanes y asombroso para cualquiera que sea consciente de que el fundamento del Islam es una condena inflexible de la idolatría, y sin embargo mi caso no es único. Cualesquiera que sean las creencias de las masas hindúes, la vedanta es una doctrina de unidad pura, de la Realidad única, y por lo tanto de lo que en el Islam se llama Tawhid. Los musulmanes más que cualquier otro, entendemos sin dificultad  que hay una doctrina de Unidad subyacente en todas las religiones que han alimentado a la humanidad desde el principio, ya sea que las ilusiones idólatras puedan haberse superpuesto a “la joya en el loto”, tal como en lo individual, la idolatría personal se superpone al núcleo del corazón. ¿Cómo podría ser de otro modo, ya que el Tawhid es Verdad y, en palabras de un gran místico cristiano, “la verdad es innata al hombre”?

Muy pronto terminó mi tiempo en Cambridge y fui enviado al Colegio Militar Real de Sandhurst, del que salí después de cinco meses como un joven oficial supuestamente dispuesto a matar o morir. Para aprender más acerca de las artes de la guerra, fui enviado a lo que se denomina “incorporación” a un regimiento en el norte de Escocia. Allí quedé por cuenta propia y ocupé mi tiempo leyendo o caminando por los acantilados de granito sobre el furioso mar del norte. Era un lugar tormentoso, pero sentía una paz que jamás había sentido antes. Mientras más leía sobre vedanta y sobre la antigua doctrina china del taoísmo, más me convencía de que al fin tenía cierta comprensión de la naturaleza de las cosas y que había visto, al menos en mi pensamiento y en mi imaginación, la Realidad última junto a la cual, todo lo demás era apenas poco más que un sueño. Hasta ese momento no estaba preparado para llamar “Dios” a esta Realidad, mucho menos Al-lah.

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Charles Le Gai Eaton, ex diplomático británico (parte 4 de 6)

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Descripción: La búsqueda de la verdad de un filósofo y escritor, enfrentado a una lucha interna constante por armonizar creencia y acción. Parte 4: T. S. Eliot y el primer libro de Gai.

  • Por Gai Eaton
  • Publicado 02 Jul 2012
  • Última modificación 02 Jul 2012
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Charles_Le_Gai_Eaton__Former_British_diplomat_(part_4_of_6)_001.jpgCuando dejé el ejército comencé a escribir por la necesidad de expresar mis pensamientos como una forma de ponerlos en orden. Escribí sobre vendata, taoísmo y budismo zen, pero también sobre algunos escritores occidentales (incluyendo a Leo Myers) que habían sido influenciados por dichas doctrinas. A través de un encuentro casual con el poeta T. S. Eliot, que para la época era jefe de una empresa editorial, estos ensayos fueron publicados bajo el título de “La Veta Más Rica,” una cita tomada de Thoreau: ‘Mi instinto me dice que mi cabeza es un órgano para cavar madriguera, como lo son para algunas criaturas sus hocicos o patas delanteras, y con ella cavaré mi camino a través de estas colinas. Creo que la veta más rica está por aquí…” Pero por el momento tenía una nueva guía a través de las colinas. Había descubierto a René Guenón, un francés que había pasado gran parte de su vida en El Cairo como el Sheij Abdul Wahed.

Guenón socavó y luego, con un rigor intelectual inflexible, demolió todos los supuestos que son dados por sentados por el hombre moderno, por no decir el hombre occidental u occidentalizado. Muchos otros han criticado la dirección que ha tomado la civilización europea desde el llamado “Renacimiento,” pero ninguno se había atrevido a ser tan radical como él para reafirmar con tanta fuerza los principios y valores que la cultura occidental ha confinado al basurero de la historia. Este tema fue la “tradición primordial” o perennis Sofía, expresada —según él— tanto en las mitologías antiguas como en la doctrina metafísica en la raíz de las grandes religiones. El lenguaje de esta Tradición fue el lenguaje del simbolismo, y él no tuvo igual en la interpretación de este simbolismo. Por otra parte, puso de cabeza la idea del progreso humano, remplazándola con la creencia casi universal antes de la era moderna, de que la humanidad declina en la excelencia espiritual con el paso del tiempo y que ahora estamos en el Oscurantismo que precede al Final, una era en la que todas las posibilidades rechazadas por las culturas anteriores han sido arrojadas al mundo, remplazando la calidad por cantidad, y la decadencia se acerca a su límite final. Nadie que lo lea y comprenda podría jamás ser el mismo de nuevo.

Como otros cuyas perspectivas han sido transformadas al leer a Guenón, me convertí en un extraño en el mundo del siglo XX. Él había sido llevado por la lógica de sus convicciones a aceptar el Islam, la revelación final, y por así decirlo, el resumen de todo lo que había venido antes. Yo no estaba preparado para ello, pero pronto aprendí a ocultar mis opiniones o al menos velarlas. Nadie puede vivir feliz en constante desacuerdo con sus hermanos y hermanas, ni puede dedicarse a discutir con ellos porque no comparten sus supuestos básicos. El argumento y la discusión presuponen alguna base común compartida por los involucrados. Cuando no hay un terreno en común, la confusión y los malentendidos son inevitables, y si no la ira. Las creencias que son la base misma de la cultura contemporánea son defendidas de forma no menos apasionada que la fe religiosa ciega, como se puso de manifiesto durante el conflicto en torno a la novela de Salman Rushdie: ‘Los Versos Satánicos.’

De vez en cuando olvidé mi decisión de no involucrarme en discusiones estériles. Hace algunos años fui invitado a una cena diplomática en Trinidad. La joven a mi lado estaba hablando con un ministro cristiano, un inglés, sentado en frente. Yo sólo atendía a medias la conversación cuando la escuché a ella decir que no estaba segura de creer en el progreso humano. El ministro le le respondió de forma tan grosera y con tal desprecio que no pude resistir la tentación de decir: “Ella tiene razón, ¡no existe tal cosa como el progreso!” Él se volteó hacia mí con el rostro desencajado de ira, y dijo: “¡Si creyera eso cometería suicidio esta misma noche!” Ya que el suicidio es un gran pecado tanto para los cristianos como para los musulmanes, entendí por primera vez la medida en que la fe en el progreso, en un “futuro mejor” y, por ende, en la posibilidad de un paraíso en la tierra, ha remplazado la fe en Dios y en el más allá. En los escritos del sacerdote renegado Teilhard de Chardin, el cristianismo mismo es reducido a una religión del progreso. Priven al occidental moderno de esta fe y él se perderá en un desierto sin señales.

Para la época, ‘La Veta más Rica’ fue publicada, dejé Inglaterra y fui a Jamaica donde tenía un amigo de escuela que, yo sabía, me encontraría algún trabajo. Yo había sido descrito en la portada del libro como un “pensador maduro.” El adjetivo “maduro” era singularmente inadecuado: como hombre, como personalidad, yo apenas había salido de la adolescencia, y Jamaica era un ideal lugar para trabajar las fantasías adolescentes. Sólo aquellos con alguna experiencia en la vida de las indias occidentales en los años de la posguerra, podía entender los placeres y las tentaciones que se ofrecían para quienes buscaban “experimentar” y tener aventuras sexuales. Como Myers, no tenía ninguna impresión moral que me hubiera restringido. Me avergoncé cuando comencé a recibir cartas de gente que había leído mi libro y se imaginaba que yo era un anciano —con “una larga barba blanca,” como me escribió uno de ellos— lleno de sabiduría y compasión. Deseé desilusionarlos lo más rápido posible para deshacerme de la responsabilidad que estaban poniéndome. Un día un sacerdote católico llegó a la isla para quedarse con unos amigos. Él acababa de leer, según les dijo, un “libro fascinante” del alguien llamado Gai Eaton. Quedó sorprendido cuando supo que el autor se encontraba en ese momento en Jamaica y preguntó si podía conocerme. Sus amigos lo llevaron a una fiesta en la que yo iba a estar. Me lo presentaron, y al verme ante él como un joven necio, me dirigió una mirada dura y larga. Luego meneó la cabeza con asombro y dijo en voz baja: “¡Usted no pudo haber escrito ese libro!”

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Charles Le Gai Eaton, ex diplomático británico (parte 5 de 6)

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Descripción: La búsqueda de la verdad de un filósofo y escritor, enfrentado a una lucha interna constante por armonizar creencia y acción. Parte 5: Un trabajo en El Cairo.

  • Por Gai Eaton
  • Publicado 02 Jul 2012
  • Última modificación 02 Jul 2012
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Él tenía razón, y enfrenté, como lo había hecho en el caso de Leo Myers y en muchas otras ocasiones desde entonces, las contradicciones extraordinarias en la naturaleza humana y, sobre todo, el abismo que a menudo separa al escritor poniendo sus ideas por escrito del mismo hombre en su vida personal. Considerando que el objetivo del Islam es alcanzar un balance perfecto entre los diferentes elementos en la personalidad para que trabajen juntos en armonía, apuntando en la misma dirección y siguiendo el mismo camino, es común encontrar en occidente personas que están completamente fuera de balance, habiendo desarrollado sólo una parte de ellos a expensas de las demás. A veces me he preguntado si escribir o hablar sobre la sabiduría no es un sustituto de alcanzarla. No es exactamente el caso de la hipocresía (aunque el dicho “¡médico, cúrate a ti mismo!” aplica) ya que esta gente es completamente sincera en lo que escribe o dice, de hecho ello quizás expresa lo mejor de ellos, pero no pueden vivirlo.

Después de dos años y medio regresé a Inglaterra por motivos familiares. Entre aquellos que me habían escrito después de leer mi libro había dos hombres muy versados en los escritos de Guenón que los habían llevado hacia el Islam...  Me reuní con ellos.  Me dijeron que yo podía lo que, obviamente, estaba buscando, no en India ni en China, sino cerca a mi casa y dentro de la tradición abrahámica. Me preguntaron si tenía intenciones de comenzar a practicar lo que predicaba y buscar un “camino espiritual.” Para ese momento, me sugirieron amablemente pero con firmeza, que pensara en incorporar a mi propia vida lo que ya sabía en teoría. Respondí cortésmente pero con evasivas, que no tenía intenciones de seguir su consejo hasta que fuera mucho mayor y ya hubiera agotado las posibilidades de la aventura mundana. Sin embargo, comencé a leer sobre el Islam con un interés creciente.

Este interés suscitó la desaprobación de mi mejor amigo quien había estado trabajando en Oriente Medio y había desarrollado un fuerte prejuicio contra el Islam. La noción de que esta dura religión tenía una dimensión espiritual le parecía absurda. Era, me aseguró, nada más que un formalismo exterior, una obediencia ciega a prohibiciones irracionales, oraciones repetitivas, fanatismo estrecho e hipocresía. Me contó historias de prácticas musulmanas que, pensó, me convencerían. Recuerdo en particular el caso que mencionó de una joven que murió dolorosamente en es hospital, quien había reunido todas sus fuerzas para ponerse en pie y mover la cama de hierro de modo que pudiera morir mirando hacia La Meca. Mi amigo enfermaba con la idea de que ella había aumentado su propio sufrimiento sólo por una “estúpida superstición.” Para mí, por el contrario, esta parecía una historia extraordinaria. Me maravillé con la fe de esta mujer, tan distante de cualquier estado mental que yo pudiera imaginar.

Mientras tanto, yo no encontraba trabajo y estaba viviendo en pobreza. Apliqué prácticamente a todo trabajo que veía anunciado, incluyendo el puesto de profesor adjunto en literatura inglesa en la Universidad de El Cairo. Pensé que esto era una tontería o algo así. Me había graduado en historia en Cambridge y no sabía nada de la literatura anterior al siglo XIX. ¿Cómo iban a considerar darle el empleo a alguien tan poco calificado? Pero lo consideraron y me contrataron. En octubre de 1950, cuando tenía 29 años de edad, me fui a El Cairo en el momento en que mi interés por el Islam se estaba arraigando.

Entre mis colegas había un musulmán inglés, Martin Lings, quien hizo su hogar en Egipto. Era amigo de Guenón, y también era amigo de los dos hombres con los que había hablado en Londres, y era diferente a todas las personas que había conocido hasta el momento. Era la encarnación viva de todo aquello que no había sido más que teorías en mi mente, y supe que había conocido finalmente a alguien de una sola pieza, alguien entero y consistente. Vivía en una casa tradicional a las afueras de la ciudad y visitarlo a él y a su esposa, como hice prácticamente todas las semanas, era salir de la ruidosa agitación de El Cairo y entrar en un refugio atemporal en el que lo interior y lo exterior no estaban separados y en donde las supuestas realidades del mundo a las que estaba acostumbrado, tenían apenas una existencia sombría.

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Charles Le Gai Eaton, ex diplomático británico (parte 6 de 6)

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Descripción: La búsqueda de la verdad de un filósofo y escritor, enfrentado a una lucha interna constante por armonizar creencia y acción. Parte 6: Una semilla da fruto.

  • Por Gai Eaton
  • Publicado 09 Jul 2012
  • Última modificación 09 Jul 2012
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Necesitaba un refugio. Me había enamorado de Jamaica, si acaso es posible enamorarse de un lugar, y odiaba Egipto simplemente porque no era Jamaica. ¿Dónde estaban mis montañas azules, mi mar tropical, mis hermosas muchachas de las indias occidentales? ¿Cómo podía haber dejado el único lugar que había sentido como mi hogar? Pero eso no era todo, ni mucho menos. No sólo había dejado un lugar sino también una persona, una joven sin la que la vida ahora me parecía vacía y sin razón. Aprendí lo que realmente significa la palabra “obsesión,” una lección dolorosa pero útil para aquellos que tratan de entenderse a sí mismos y a los demás. Nada en mi vida anterior tenía valor alguno, la realidad era mi necesidad de la única persona que ocupaba mis pensamientos mañana y noche y que estaba siempre en mis sueños. Cuando, en el cumplimiento de mis funciones, leía poesía romántica en voz alta a mis alumnos, las lágrimas corrían por mis mejillas y ellos se decían unos a otros: “¡He aquí un inglés con corazón! Pensábamos que todos los ingleses eran fríos como el hielo.”

Estos estudiantes, en particular un pequeño grupo de cinco o seis, también eran un refugio. Odiaba a Egipto por estar a 1.300 kilómetros de donde quería estar, pero amaba a estos jóvenes egipcios. Me regocijaba en su calidez, su apertura y la confianza que depositaban en mí para que les enseñara lo que necesitaban saber, y pronto comencé a amar su fe, puesto que estos jóvenes eran buenos musulmanes. No tuve más dudas. Si alguna vez hallaba posible el comprometerme con una religión —encerrarme a mí mismo en una religión—, esta no podía ser otra sino el Islam. ¡Pero aún no! Pensaba en la oración de San Agustín: “Señor, hazme casto, pero aún no,” a sabiendas que a lo largo de los siglos otros jóvenes, pensando que tenían un océano de tiempo ante ellos, habían orado por la castidad o la piedad o una mejor forma de vida, pero con la misma reserva, y muchos habrán sido llevados por la muerte en ese mismo estado.

Si las cosas hubieran seguido así, nunca hubiera superado mis dudas. Con la intención de aceptar eventualmente el Islam, podría haber pospuesto el acto decisivo año tras año y continuar diciendo “aún no,” mientras la vejez me llegara. Pero las cosas no siguieron igual. El anhelo por Jamaica y por esa persona no disminuyó sino que creció conforme pasaron los meses, como si se alimentara a sí mismo. Me desperté una mañana dándome cuenta que lo único que me impedía regresar a la isla era la falta de dinero. Hice averiguaciones y descubrí que si viajaba en la cubierta de un barco a vapor, podía hacer el viaje por £70. Estaba seguro que podía ahorrar esa suma para el final del período universitario, y mi vida se transformó de nuevo. Sabiendo que mi fuga estaba cerca, pude incluso comenzar a disfrutar de El Cairo. Pero una pregunta demandaba ahora una repuesta firme, y la respuesta no podía ser pospuesta más tiempo. La oportunidad de ingresar al Islam probablemente no volvería a presentarse. Ante mí había una puerta abierta. Pensé que, si no la cruzaba, esa puerta se cerraría para siempre. Sin embargo, yo sabía qué clase de vida tendría en Jamaica y dudaba si tendría la fuerza de carácter para vivir como musulmán en ese entorno.

Tomé una decisión que podría, por buenas razones, parecer chocante a la mayoría de la gente, no sólo a mis amigos musulmanes. Decidí —como una autoimposición— “sembrar una semilla” en mi corazón, y aceptar el Islam con la esperanza de que la semilla germinaría un día y se convertiría en una planta saludable. No voy a ofrecer excusas por esto, y no le echaré la culpa a nadie si me acusa de falta de sinceridad y de tener falsas intenciones. Pero es posible que estén subestimando la capacidad de Dios para perdonar la debilidad humana y Su poder para hacer crecer y fructificar una planta a partir de una semilla sembrada en tierra estéril. En cualquier caso, estaba bajo una especie de compulsión y sabía lo que debía hacer. Visité a Martin Lings, le conté mi historia y le pedí que tomara mi Shahadah, en otras palabras, que aceptara mi Testimonio de Fe. Aunque reacio en un comienzo, lo hizo. Lleno de miedo pero también alegre, oré por primera vez en mi vida. Al día siguiente, ya que era Ramadán, ayuné, algo nunca hubiera imaginado que haría. Poco después les di la noticia a mis alumnos de último año y su alegría fue como un cálido abrazo. Yo había pensado que estaba cerca de ellos, pero ahora entendía que siempre había habido una barrera entre nosotros. Ahora la barrera había caído y yo era aceptado como su hermano. En las siguientes seis semanas que quedaban antes de mi partida secreta (no le había dicho a mi jefe de departamento que me iba) uno de ellos me visitó a diario para enseñarme Corán. Miré mi reflejo en el espejo. El rostro era el mismo, pero detrás había una persona distinta. ¡Yo era musulmán! Aún en estado de asombro, me embarqué en Alejandría y navegué hacia un futuro incierto.

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